martes, 29 de abril de 2014

LA BRUJA CAMBUJA





Y leí en ese grueso libro, de la vetusta biblioteca, de la anticuada ciudad, que cuando Cambuja veía un niño feliz -especialmente si lo veía jugar- se ponía de color morado y le salían unos enormes lunares amarillos y comenzaba a picarle todo el cuerpo.

Porque la bruja Cambuja no soportaba ver a un niño feliz y la risa infantil le provocaba una urticaria así de gorda. Tan enferma de odio se ponía Cambuja al ver a un niño feliz que tuvo que mudarse a una torre muy alta en una montaña altísima a varios kilómetros de cualquier sitio, todo lo lejos que pudo de cualquier lugar, y un poco más.

Una vez allí, comenzó Cambuja a investigar y estudiar, a experimentar y buscar, a consultar y explorar en libros, pergaminos, papiros y hasta en bolas de cristal sin dormir, ni descansar hasta que, por fin, encontró lo que necesitaba: un hechizo para lograr que los niños no jugaran y, por tanto, no fueran felices.

¡Ah, sí, con niños tristes el país sería otra cosa! Para que el hechizo no pudiera ser deshecho nunca jamás de lo jamases, Cambuja debía hechizar a todos los niños del país, sin dejarse ni uno porque uno sólo que quedara sin hechizar podía echarlo todo a perder.

¿Cómo iba a hacer eso? Se preguntaba Cambuja. Y le dio vueltas y revueltas. Meditó y pensó y reflexionó hasta que encontró la manera.

¡Celebraría una gran fiesta! ¡Una fiesta fenomenal! Una fiesta con pasteles y globos, piñatas y payasos, con columpios, juegos, música y risa. Una fiesta con todo lo que ella odiaba y que tanto gustaba a esos pequeños monstruitos llamados niños.

Y leí en aquel libro gordísimo, de aquella viejísima biblioteca en aquella antiquísima ciudad que, dicho y hecho, Cambuja invitó a todos los niños de Vervelig a la gran fiesta y que, por supuesto, acudieron todos los niños del reino e, incluso, alguno de un reino tan cercano, tan cercano, que parecía el mismo reino.

Y leyendo me enteré de que, cuando mejor se lo estaban pasando, apareció la bruja montada en su escoba y, desde el aire, lanzó su hechizo sobre ellos:

Ala de mosquito,

pierna de dragón,

que estos niños

ya no quieran jugar ni un poquito

ni un montón.



Y una nube gris fue cayendo sobre los niños y les fue robando el color poquito a poquito, poquito a poquito, hasta dejarlos tan grises como nubes cargadas de lluvia y tan serios como un guardia…

Y la tristeza se apoderó de Vervelig. Fueron pasando los días, las semanas y los meses. En Veverlig ya no se oía la risa de los niños ni se oían gritos en los parques. Los niños del reino ya no jugaban, ya no reían.

La alegría había desaparecido del país. Los niños estudiaban, ayudaban a las tareas de casa y luego se sentaban sin hacer nada, ni imaginar nada, ni explorar nada, ni descubrir nada. Los juguetes se llenaban de polvo, los parques se cubrían de malas hierbas y maleza. Titiriteros, payasos, acróbatas y equilibristas abandonaban el país.

Los libros no se leían. Las mascotas languidecían de pena. La desdicha se apoderó de todo Vervelig y los niños comenzaron a enfermar de pena. La única feliz en aquel país era la bruja Cambuja que ya no padecía sarpullidos ni se ponía morada ni sufría con el griterío infantil.

Ella sí que reía. Salía a pasear cada día, sólo por el placer de ver niños mustios y parques abandonados. Si, Cambuja era inmensamente feliz.

Pero lo que la bruja había olvidado es que a Vervelig llegaban viajeros de otros reinos lejanos. Viajeros que traían niños. Niños que no habían sido víctimas del hechizo. Niños que intentarían hacerse amigos de los niños de Vervelig. Y no debemos olvidar que, conque hubiera un sólo niño no hechizado, el hechizo podía ser anulado.

Y leí en aquel libro tan gordo y viejo, de aquella biblioteca tan vieja y antigua, en aquella ciudad tan antigua y vetusta, que un día llegó de un país al este de Veverlig, una familia con un niño a visitar a unos parientes. Y que, en casa de esos parientes, había un par de niños.

Y seguí leyendo en ese libro, que el niño forastero se quedó extrañado y sorprendido al ver que aquellos niños no jugaban, ni sabían jugar, ni mostraban interés en jugar.

Y que, cuando le contaron qué había pasado, el niño forastero se empeñó en que jugaran con él y puso tanto empeño en enseñarles de nuevo a jugar que, finalmente, logró que se unieran a él. Primero, como robots, luego un poco más animados y cuando el pequeño forastero soltó la primera carcajada, los niños despertaron de golpe de su letargo, recuperaron el color y jugaron durante horas y horas y horas y más horas.

Esos dos niños ayudaron a curar, cada uno, a otros dos, y cada uno de esos, a otros dos y así, poco a poco, fueron despertando a todos los niños de Veverlig.

Y, finalmente, leí en aquel grueso libro, de la antigua biblioteca en la vieja ciudad, que, una vez recuperados el color, el juego y la alegría, los niños del reino se dirigieron al palacio de la bruja Cambuja y, acampando en el exterior, comenzaron a jugar y a reír.

Cambuja no lo pudo soportar. Se puso más morada que nunca, le salieron unos lunares amarillos más gordos que nunca y comenzó a picarle tantísimo el cuerpo que no podía hacer otra cosa que rascarse y rascarse y rascarse.

Y cuenta el libro que leí que, tanto se rascó Cambuja, que acabó desgastándose y desapareciendo. Los niños volvieron tranquilamente a sus casas y, según aquel libro que leí, el rey de Veverlig impuso por ley el derecho de los niños a jugar bajo pena de acabar como la bruja Cambuja o algo peor.

Y los niños de Veverlig, desde entonces, son unos niños la mar de felices y la mar de sanos que juegan, inentan, exploran, descubren y ríen, ríen, ríen y ríen.

Lo sé porque lo leí en un libro gordo, en una vieja biblioteca, de una antigua ciudad del felicísimo país llamado Veverlig.

LA BRUJA Y ELSAPO




En una plácida charca, de agua quieta y desabrida, vive un sapo color marrón, con verrugas a montón. Un sapo grande y pesado, con cara de irritado.
Un sapo corriente y moliente aunque con pinta de inteligente. Un sapo que siempre fue sapo y que así estaba estupendamente.

Cerca de la plácida charca, bajo un árbol lleno de ramas, vive una bruja piruja, blanduja, coruja, papanduja y algo granuja. Una bruja dentuda y testaruda. Una bruja sin arrugas, ni verrugas que se alimenta de lechugas. Una bruja bromista con cara de lista.


Eran la bruja y el sapo bastante buenos vecinos y bastante amigos hasta el día en que Farrapo, el sapo, olvidó invitar a Panduja, la bruja, a su fiesta de cumpleaños.

Panduja primero se sorprendió. Luego se disgustó. Después se molestó. Y, por último, se enfadó, se encolerizó y se enojó… mucho… muchísimo… una barbaridad. Montada en su escoba, varita en mano, se presentó en la fiesta a la que no había sido invitada, voló sobre la charca verde hasta el sapo Farrapo y con dos rápidos movimientos de manos, un golpe de varita y un hechizo mal rimado, transformó a Farrapo en un príncipe guapísimo, altísimo, azulísimo, encantadorísimo y otros muchos -ísimos, incluido el de enfadadísimo, porque Farrapo, el sapo, no soportaba a los príncipes, ni a los azules, ni a los amarillos ni a los de ningún color.
Farrapo gritó, pataleó y gruñó durante un rato:

-¡Conviérteme otra vez en sapo, bruja granuja! ¡Quiero ser otra vez yo, bruja piruja!

-De eso nada, monada -contestó Panduja, la bruja-. Príncipe encantador y azul te quedarás hasta que recibas el beso de una bella, dulce y tonta princesa. Eso y sólo eso te transformará.

Farrapo volvió a gritar, patalear y gruñir porque tampoco soportaba a las princesas, ni a las dulces, ni a las amargas ni a las de ningún sabor.

-¡Eso te pasa por antipático y maleducado! -dijo Panduja, la bruja, y subiendo a su escoba, se marchó dejando a los invitados con la boca abierta y al sapo-príncipe Farrapo enfadado y hecho un trapo.

El sapo-príncipe intentó seguir con su vida en la charca pero no hubo forma. No tenía ancas para saltar, los insectos le daban asco, estar todo el día metido en el agua ya no le parecía tan divertido y ni el nenúfar más grande era capaz de soportar su peso. De modo que el sapo-príncipe tuvo que abandonar su charca en busca de un lugar seco en el que vivir, comida que no tuviera antenas y, sobre todo, una princesa tontorrona que le diera un beso.

Farrapo vagó durante días sin rumbo fijo. Unas veces triste, otras veces enfadado y, la mayor parte del tiempo, bastante cansado.

En su búsqueda de una princesa, el sapo-príncipe se enfrentó con dragones grandones, subió torres de colores, luchó contra otros príncipes incluso estando con gripe, cruzó bosques oscuros, subió montañas enormes, entró en cuevas sin luz… En fin, que trabajó un montón y consiguió que una princesa rubia le diera las gracias con muchaeducación, una pelirroja le diera un pisotón por error y una morena le diera su pañuelo rojo chillón.

Pero ningún beso, ni tan siquiera uno volado…

Mientras tanto, allá, en el bosque, a la bruja Panduja se le había pasado el enfado y ahora andaba triste, arrepentida y preocupada.

-¡Pobre Farrapo! -pensaba- ¡Con lo feliz que era siendo sapo!

-¡Pobre Farrapo! -se lamentaba- ¡Con lo poco que le gustan las princesas!

Cuando ya no soportó estar tan triste, tan arrepentida y tan preocupada, cogió su escoba, su sombrero, su varita, se pegó una verruga, se zampó un par de lechugas y marchó en su busca por reinos, castillos, torres solitarias, cuevas de dragones, tiendas de moda y cualquier otro sitio en el que pudiera haber una princesa.

La bruja subió altas montañas, bajó a profundos valles, voló sobre extensos reinos, anduvo por largos caminos, corrió tras las princesas, huyó de los príncipes, se arrastró por cuevas oscuras, se escondió de gigantes, preguntó a enanos y habló con soldados… Y nada.

Charló con reyes, se reunió con otras brujas, visitó varios reinos, pasó por muchas aldeas, cruzó unos cuantos ríos, navegó por el mar… Y nada.

Y un día llegó a una colina verde, muy verde. Y en la colina había un camino rodeado de flores, muchas flores. Y al final del camino, en la cima de la colina, había una cabaña pequeña, muy pequeña. Y sentado a la puerta de la cabaña, tomando el sol con cara de aburrido estaba Farrapo, el sapo-príncipe.

Panduja saltó de alegría, bailó un zapateado y abrazó a Farrapo con tanta fuerza que el pobre no podía ni respirar. Luego le explicó lo arrepentida que estaba, lo triste que se puso y lo mucho que lo había buscado:

-Y ahora, si quieres, te convertiré otra vez en sapo.

-¡Por supuesto que quiero! -dijo el sapo-príncipe- Pero… ¿Cómo? Me dijiste que sólo el beso de una princesa podría deshacer el hechizo. Nada más.

Entonces Panduja, la bruja, se sonrojó y muy bajito, tan bajito que casi no se oía, confesó que ella era una princesa.

-¿Una princesa bruja? -se pasmó Farrapo.

-Bueno… es que eso de ser princesa era tan aburrido… -dijo Panduja.

-¿Tan aburrido como ser príncipe? -terminó Farrapo.

Y se echaron a reír y a reír, y estuvieron riendo durante mucho rato. Cuando, finalmente, lograron parar. Panduja miró a Farrapo y, muy seria, con mucha solemnidad, le dio un beso que -¡Por fin! ¡Al fin! ¡Ya era hora!- convirtió a Farrapo otra vez en un sapo grande y pesado con cara de enfadado.
Bruja y sapo volvieron juntos al bosque: ella a su casita bajo el árbol y él a su verde charca. A los pocos días hicieron, juntos, una gran fiesta para celebrarlo y se aseguraron muy bien asegurados de que, esta vez, estuvieran todos invitados… por si acaso.