lunes, 17 de noviembre de 2014

Cuento : Oshta el duende Autor: Carlota Carvallo de Núñez (Lima 1909-1980)


Era una mañana fría. Los altos picachos de la cordillera se hallaban cubiertos de nieve. Unas cuantas ovejas y llamas pacían, mientras que la mujer hilaba. Oshta, su hijo, arrebujado dentro de su poncho, contemplaba el cielo intensamente azul.
De pronto, la mujer le dijo:
-Es preciso que hoy te quedes cuidando las ovejas, mientras yo vuelvo a la choza. Mira bien que no se vaya a perder algún animal o se lo lleven los pumas o los zorros.
Pero el niño se resistía a permanecer solo. Tenía miedo. Miedo de Escuchar el viento que soplaba sobre las pajas y de no ver en torno suyo otra cosa que las elevadas montañas.
-¿A qué puedes temer? –insistía la madre- ¿Acaso has visto otra cosa desde que naciste? ¿No has escuchado a menudo el ruido de las tempestades?
-Pero es que siempre estabas conmigo –exclamaba el niño. -Porque eras pequeño, pero ahora has crecido y puedes ayudarme. Tú cuidarás el rebaño mientras que yo lavo y remiendo nuestros vestidos. Si te da miedo, canta.  Canta cualquier cosa y así, al escuchar tu voz, te sentirás acompañado.
-¿Y si me aburro de estar aquí sentado sin correr ni jugar?
-Mira el cielo y piensa que es un gran camino azul. Sobre él las nubes blancas te parecerán carneritos que se le han perdido a los pastores. Búscalos con paciencia. Así irás descubriendo la barriguita de uno, la colita de
otro. Sin darte cuenta, el tiempo habrá pasado y yo estaré esperándote aquí para volver a nuestra casa.
Pero Oshta no se decidía a permanecer solo.
-¿Qué hago si viene el zorro? –preguntó.
-Del zorro, teme los embustes –le aconsejó la madre-. Al zorro debes engañarlo antes de que te engañe a ti.
-¿Y si viene el puma?
-Si llegara el puma, te pones la mano junto a la boca para que te oiga mejor y gritas por tres veces: ¡Mamá
Silveriaaaaaaaaa! Y yo vendré con un garrote para librarte de él.
Y la buena mujer le explicó que también a veces solían aparecer por aquellos lugares duendes que se burlaban de los humanos, pero no era muy común encontrarlos.
Finalmente, le dio un atado que contenía papas y queso para su almuerzo.También había puesto en él una pierna de pollo, que le arrebatara la noche anterior a un zorro que se metió al corral.
Después de muchas recomendaciones, la madre se fue y Oshta se quedó solo, mirando los altos ceros nevados en la lejanía. Cuando empezó a sentir miedo, se dijo a sí mismo que ya era hora de mostrarse valiente como los hombres grandes. Y, para ahuyentar sus temores, se puso a cantar:

Ovejas mías, vengan,
Vean que tan solo me encuentro
Y soplen con su aliento
Ahuyentando el frío así.
Sigan al sol que, por mí,
Hoy se acueste más temprano.
Y mi madre, de la mano,
Vendrá a llevarme de aquí.

Un zorro que lo estaba escuchando se acercó astutamente para felicitarlo por lo bien que cantaba.
-¡Buenos días, Oshta! –le dijo-. ¡Qué bien cantas! Pero Oshta lo reconoció en seguida y le contestó:
-Mi madre me ha dicho que no me fíe de ti.
A lo que el zorro repuso:
-¡Ah, las madres! ¡Siempre tan desconfiadas! Escúchame, Oshta. Justamente estoy necesitando un buen
cantor para que le de una serenata a mi novia porque mañana es su santo. Ya tengo quien toque el charango. ¿Tú no querrías venir? -¿Y dónde vive tu novia? –le preguntó Oshta.
-¡Allá abajito, en esa quebrada! -¿Y quién cuidará mientras tanto de mis ovejas?
El zorro, relamiéndose ya de antemano, le contestó:
-¿Quién va a ser, sino yo? -¿Y cómo voy a dejar a esas ovejitas tiernas que nacieron anoche?
El muy malvado zorro pensó que justamente eran esas las que le gustaría cuidar.
Pero Oshta, adivinando su intención, ledijo: -¡Pero tú crees que yo soy tonto? Lo que quieres es comerte mis ovejas.
El zorro lo calificó de “mal pensado” y trató de convencerlo de que tenía buenas
intenciones. -¡Todavía si se tratara de alguna gallinita! –le replicó-. Y, a propósito de gallinas, dime, Oshta, ¿no es una de ellas la que llevas en ese atadito. ¡Quién como tú que tienes a tu madre para que te alimente, te teja tus ponchos y te lave la ropa! ¡Mientras que yo… estoy solo en el mundo! Y empezó a llorar con gran desconsuelo.
Oshta le respondió que no debía sentirse tan solo si tenía su novia, pero el zorro fue de opinión que las novias eran inútiles y no servían para esos menesteres.
Oshta le explicó que el atadito que le había dado su madre no contenía una gallina entera, sino los restos de la que se había comido la noche anterior un zorro, que a lo mejor no era otro que el que tenía delante. El
zorro protestó muy resentido, pues justamente la noche pasada había estado con una tremenda jaqueca, y mal podía dedicarse a merodear por los corrales. En cuanto a aquello de que le gustaban las gallinas, era sincero en reconocerlo y, aún más, le rogaba que le diese a probar de aquel pedazo que guardaba para su almuerzo.
-Te convido con una condición –le dijo Oshta-. Que te dejes vendar los ojos. Entonces, abrirás el hocico y yo te pondré en él un buen bocado.
Mas el zorro le respondió que no se explicaba el motivo de tanta desconfianza.
-Es que así estaré seguro de la cantidad que te comes –le respondió Oshta.
Al fin, el zorro accedió a que le vendara los ojos, aunque le parecía francamente vergonzoso. Entonces, Oshta le metió en el hocico una gran piedra, con lo cual el zorro murió atragantado. Oshta, al verlo muerto, palmoteó lleno de alegría.
-¡Ya maté a este pícaro! –se dijo. Y luego le saco la piel para guardársela a su madre. Razón tenía la buena mujer al aconsejarle: “Hay que engañar al zorro antes que te engañe a ti”.
No bien había guardado la piel del zorro dentro de un saco, oyó una voz ronca y desconocida que lo saludaba:
-¡Buenos días Oshta!
-¿Quién me habla?
-Yo, el puma! –contestó la voz.
-¡Qué se te ofrece?
-Tengo hambre y voy a comerme una
de tus ovejas
-Más despacio, amigo –replicó Oshta-. Eso tenemos que discutirlo.
Mas el puma opinó que no era preciso ninguna discusión, pues él escogería la oveja más gorda para comérsela y Oshta tendría que conformarse.
Oshta le respondió que no lo tomaba por sorpresa, pues estaba advertido de su llegada.
-¿Cómo lo sabías?
Me lo avisó el cernícalo y, como tú mereces tantas consideraciones, te adelanté el trabajo. Mira, maté la mejor de mis ovejas y la desollé para ti.
El puma no sabía cómo agradecer tanta amabilidad. En realidad, lo que leofrecía Oshta era el cuerpo del zorro al que había quitado la piel y la cabeza.
-¡Llévatelo pronto! – le dijo Oshta-. No sea que venga mi madre y te la quite.
Mas el puma se preguntaba por qué aquella oveja tenía un olor tan penetrante Mas el puma se preguntaba por qué aquella oveja tenía un olor tan penetrante.
Oshta, que sospechó su preocupación, se adelantó a decirle que había desollado la oveja con el cuchillo que había matado a un zorro y que tal vez aún se notaba un cierto olorcillo desagradable.
-Todo está muy bien –dijo el puma-, pero otra vez deja que yo mismo escoja la oveja para comérmela. Si no fuera porque has tenido la gentileza de preparármela, yo la cambiaría por otra.
Eso, amigo, sería un gran desaire – repuso Oshta.
-Lo comprendo y por eso, como soy todo un caballero, me la comeré, aunque se me atragante.
Y, dicho esto, se fue arrastrando el cuerpo del zorro para comérselo en unos matorrales.
Oshta estaba muy regocijado por habérsele ocurrido semejante estratagema cuando oyó una risita burlona cerca de él.
-¡Ji ji ji ¡Qué bien has aprendido la lección, Oshta! ¡Tú, el miedoso, el pequeño, has vencido al zorro y la puma!
-¿Quién eres? –preguntó Oshta.
-No me extraña que no me conozcas. Eres un simple mortal –dijo la misma voz.
-¿Y tú, no?
-Yo soy un espíritu de la tierra.
-¿Vives siempre?
-Duraré todo el tiempo que dure la Tierra y soy tan vieja como ella. ¡En cambio, tú eres tan insignificante a mi lado! ¿Qué son tus días junto a los míos?
-¿Y para qué has venido? –preguntó Oshta.
-Porque vi que te aburrías de estar solo. ¿No es ridículo que te aburras de cuidar el ganado? ¿Qué harías si tuvieras que estar como yo, ocioso, un siglo tras otro?
-¿Y en qué te entretienes? –le preguntó Oshta con curiosidad.
-Vago de aquí para allá. Cuando sopla el viento sobre las montañas, yo silbo con él y nadie me siente. Cuando caen los “huaicos”, yo cabalgo sobre los peñascos y aplasto con ellos caminos y sementeras –repuso la voz.
-¿Y cómo no te he oído nunca?
-Porque mi risa se confunde con el estruendo de las piedras. Durante las tempestades, es mi voz la que retumba junto con el trueno; es mi saliva la que se mezcla con la lluvia. Mi voz es también la que se
escucha junto con la creciente de los ríos. Y mientras tanto ustedes, pobres mortales, no me ven ni me escuchan.
-¿Dónde estás? ¿Por qué no me permites verte? –exclamó Oshta.
Y el duende le respondió que iba a complacerle, para lo cual bebería del agua de su cantimplora y así tendría apariencia humana. Entonces, podrían ser amigos. Se oyó cómo bebía:
-Gluc, gluc, gluc…
Y apareció un enanito feo. Tenía grandes orejas, nariz encorvada y ojos oblicuos. Su color era como el de la tierra. Oshta se frotó los ojos y dijo:
-¡Pero qué feo eres, duende!
-Al menos eres franco. Me has caído en gracia porque te mostraste astuto engañando al zorro y al puma y me has divertido. Por eso voy a recompensarte distrayendo tu aburrimiento.
Y sacó de una bolsita muchas hermosas piedras de colores, de aquellas que entre los hombres valen mucho dinero. Eran piedras preciosas. Le propuso jugar con ellas.Oshta respondió que él no sabía jugar, pero
el duende le explicó.
-Saco una piedra y la pongo dentro de mi mano. Tú debes adivinar de qué color es. Si aciertas, te la regalo. Si pierdes, me pagas con lo que has ganado anteriormente. Por ejemplo, si yo tengo una esmeralda y tú dices “¡Verde!”, es para ti. Si dices ¡Roja!”, me la guardo. Además, me das otra que hayas
ganado en otro juego.
Y así empezaron a jugar. El duende tenía turquesas, brillantes, amatistas, rubíes, esmeraldas, topacios. Se escuchaban sus voces, ya contentas cuando ganaban, o enfurecidas cuando perdían. De pronto, la madre empezó a llamarlo desde lejos:
-¡Oshtaaaaa!
Entonces, Oshta le dijo al duende que ya era tarde y debía marcharse. Pero éste le
respondió:
-No te puedes ir. Me debes todavía.
Oshta le dijo:
-He jugado toda la tarde y estamos como al principio. Ya te has llevado todo lo que gané.
Pero el duende insistía en qué debían jugar más porque las deudas de juego eran sagradas.
Y como la madre seguía llamándolo, el duende le propuso que bebieran del agua de
su cantimplora para hacerse invisibles. Oshta aceptó y ambos desaparecieron.
Sólo se escuchaban sus voces.
-¡Verde! ¡Gané! ¡Azul! ¡Perdiste!
-¡Amarillo! ¡Rojo! ¡Blanco! ¡Negro!
Oshta rogaba:
-No quiero jugar más. Ya es tarde.
¡Qué dirá mi madre? Ya te gané toda la bolsa de tus piedras. Ahora déjame beber otra vez de tu agua maravillosa para recobrar mi apariencia humana.
Y la voz del duende le replicaba burlona:
-¡Je, je, je! No bebas, Oshta. Ven, sigamos jugando.
-Ya me lo has dicho muchas veces y te he complacido. Estoy cansado.
-¡Sólo una vez más! –le decía el duende.
-Eso no es justo. Quieres arrebatarme lo que he ganado. Yo quiero volver a mi casa  –insistía la voz de Oshta.
-¡Je, je, je! ¿No sabes lo que te aguarda?
-¿Qué me va a aguardar? –dijo Oshta-. Lo de siempre: mi madre, mis hermanos, mi
choza.
-¡Oshta, no bebas! ¡Ya no vale la pena!  –repetía le duende.
-¿Por qué?
-¡Je, je, je! ¿Sabes tú, pobre mortal, cuánto tiempo has estado jugando?
-¿Cómo no lo he de saber? Hemos jugado toda una tarde. Mira, ya ha caído la noche. Es hora de guardar el rebaño.
-Mucho tiempo para un mortal como tú. Has jugado 58 años y medio.
Oshta no pudo reprimir su impaciencia y, arrebatándola  cantimplora, volvió abeber de ella para adquirir su apariencia humana. Poco después, Oshta, el niño indio, echaba a andar en busca de sus ovejas.
-¡Por fin me libré de ese maldito duende! –exclamó-. Ahora encontraré a mi madre para que me lleve a nuestra choza.
Pero sólo halló a una mujer muy vieja, recostada en una piedra.
Al acercarse, la mujer entreabrió los ojos y con voz débil dijo:
-¡Oshta! ¡Querido Oshta!
-¿Quién me llama? –preguntó él.
-¿quién va a ser, sino tu mamá Silveria, hijito mío?
Oshta movió la cabeza:
-Tú, buena anciana, no puedes ser mi madre. Ella tiene los ojos negros y hermosos como los de las llamas. ¡Tú los tienes tan pequeños y cansados! Su pelo era negro, brillante y le caía en dos trenzas gruesas
sobre sus hombros. Tú tienes el cabello blanco, como los vellones de mis ovejas.
Y la anciana respondió:
-Créeme lo que te digo. Yo soy tu madre, hijo mío. ¿Aún no me reconoces?
Y Oshta le preguntaba:
-¿Pero cómo es posible, madre? ¿Qué ha sucedido?
- Ha pasado tanto tiempo desde que te fuiste: ¡58 años y medio!
-¿Y dónde están mis ovejitas y mis llamas?
-Se las comieron los pumas y los zorros.
-Volvamos entonces a nuestra choza – dijo Oshta.
-Se derrumbó del todo, hijo mío.
-No importa, madre –la consoló Oshta-. Mira cuántas piedras preciosas tengo aquí. Construiremos una choza mucho mejor. Compraremos nuevamente el ganado. Esto vale mucho dinero, mamá Silveria.
-Nada me importa, sino que tú hayas regresado. Pero, ¿por qué no venías? ¡Te he llamado tanto inútilmente! Todo ha cambiado desde entonces –exclamó la anciana, enjugándose una lágrima.
-¿cómo has tenido paciencia para esperarme? –preguntó Oshta.
La anciana, con una sonrisa, le respondió:
-¡Para eso soy tu madre, Oshta, hijo mío! 

EL CUENTO EN SAN MARCOS - "VOLVER AL PASADO"





Sebastián Salazar Bondy 
( 1924 - 1965 )


Volver al pasado

De pronto, como si obedeciera a la imperiosa voz de una superior voluntad, descendió del tranvía que aquel lunes, como todos los demás días de ese año y el anterior, la llevaba de la Estación Marsano a Colmena Izquierda y de Colmena Izquierda a la Estación Marsano. Una vez en tierra, todo fue sencillo. Se sintió libre, alegre, sin preocupaciones. Cuando pensó en la multa que merecería su ausencia en la oficina —“¡Think!’, rezaba un brillante cartel fijado en una pared de la sala principal—, eliminó todo posible remordimiento prometiéndose preparar una disculpa eficaz sin precisar por el momento cuál. Eso no le importaba inmediatamente. Experimentaba la sensación que debe colmar al fugitivo de un penal, al manumiso. El tranvía partió sofocado, chirriante, entonando la monótona melodía de su infatigable regularidad, y ella, satisfecha, lo oyó recomenzar el viaje.

Cruzó la calzada de prisa e ingresó en La Victoria, oprimida por una dicha triunfante. “Será como volver al pasado, como recuperar el tiempo perdido, ver de nuevo mi calle, mi casa, mi habitación”, proclamaba audaz su alma. De lunes a sábado, durante dos años, al ver pasar ante sus ojos el perfil familiar del antiguo barrio, había soñado con aquella reconquista. No obstante los diez años transcurridos desde la precipitada mudanza a Surquillo, cuando su padre sufriera el primer ataque de apoplejía, reconoció en el aire el aroma del ayer, aquel hálito recóndito que la memoria suele retener del tiempo. Cuando hubo llegado a la Plaza de Armas —las tres de la tarde—, abrió la presión de su pecho, relajó sus músculos contraídos y suspiró intensamente.

Vadeó la Avenida Iquitos y continuó hacia su calle, de improviso apresurada e inquieta, como si temiera no hallarla si tardaba. Recorrió las cinco cuadras que la separaban de su destino, bastante vehemente y confusa, sin reparar en las galanterías de los hombres, la mayoría muchachones perezosos que iban y venían sin finalidad.

Durante esas cinco cuadras recorrió su niñez, de repente interrumpida por el traslado a Surquillo. A la manera de pantallazos sucesivos surgieron las mañanas lluviosas de invierno en que iba al colegio con la chica Suárez, hija de aquellos vecinos rechonchos y felices que comían sopa de “muimuis” y tenían en la sala de su estrecha casa una barrica de aceitunas; los gozosos mediodías en los cuales, sentada al extremo de la mesa presidida por su padre, escuchaba la borrosa conversación de los mayores, la que siempre aludía a gentes y a cosas que no conseguía localizar; las tardes vocingleras, cuando jugaba “ampai” con sus hermanos y los amigos de los alrededores, o competía con las niñas de su edad en las carreras de patines, hasta que el crepúsculo abrumaba de sombras el patizuelo y el olor de la cena inundaba toda la casa con ráfagas de manteca y tomates; las noches apacibles que traían la dulce modorra y el cansancio de todo un día vivido con interés e inocencia. Aquello, era dentro de su remembranza, voces, canciones, caricias, ecos, amores velados, una suerte de cinematógrafo incoherente y turbador. Sin orden y oscuro, dicho universo se apiñaba ante sus ojos, vertiginoso, cautivante.

Cuando desembocó en su calle, se detuvo. Ahí estaba, no idéntica a su recuerdo, pero sí semejante. Le pareció menos amplia, mas comprobó que sus colores eran más vivos y suntuosos, como si los pobladores de la cuadra presumieran de una holgura que estaba lejos de haber sospechado. La calle era tranquila. Uno que otro automóvil y algún ómnibus des- tartalado rompían la calma. Se dio cuenta de que la encomendería de Lam Si, el chino que reventaba cohetes en las fechas importantes, no estaba ya en la esquina y que en su lugar atendía una botica pulcra y hasta se podía haber dicho elegante. Adrede no quiso mirar en forma particular hacia su casa. Avanzó por la acera sombreada en que se hallaba, las pupilas alertas para no perder ni un solo detalle de aquel mundo renaciente. De improviso, se sintió molesta de su serenidad y trató de remover sus recuerdos relacionando una puerta, una ventana, un zaguán, con algún suceso olvidado. Su prima Eufemia fue la primera imagen que le sobrevino a la memoria. El instante en que, por disputarse unos barquillos, ella le había propinado una bofetada, apareció sencillamente, como un flujo fácil. También la historia del perro rabioso que mordió a un transeúnte y fue abaleado por la policía, ascendió de las tinieblas a la claridad. Se consoló pensando que faltaba la principal de las experiencias, la final y absoluta.

Al fin llegó a la casa. En realidad, poco había variado ahí en tantos años. Se detuvo en cada trozo de las dos hojas de la pesada puerta de madera y, en una operación premiosa, hizo corresponder la verdad con la fantasía, el sueño con la incontestable certeza que se le revelaba. Y la identificación fue pura como la de un grato despertar.

Luego no podría explicar cómo fue que tocó el timbre de la casa, pues estaba empujada a realizar movimientos imprevistos y, casi carentes de intención. Lo cierto es que, no bien había reparado en aquel acto, la puerta se abrió tímidamente y tras el espacio que dejó libre apareció un rostro de mujer pálido, ajado y soñoliento. Más que la de quien franquea el paso, la expresión de aquella cara era la de alguien sorprendido a medianoche en el lecho.

Con los ojos sin luz, encapotados bajo los sombríos párpados, la desconocida la observó sin interrogarla, paciente y desmayada.
—Disculpe —dijo incómoda la muchacha—, disculpe por la molestia, pero... —y se contuvo, amedrentada sin duda por la aparición.
El rostro de la mujer se reanimó lentamente. Sin mover los labios la invitó a continuar.
—En esta casa nací, ¿sabe? —prosiguió ella como pudo—; vuelvo después de diez años, y se me ocurrió visitarla.

La desconocida hizo un ademán que bien podía significar que nada le importaba o, en caso contrario, que no entendía una palabra de todo aquello. La joven insistió en su último esfuerzo:
—Aquí nací... —repitió—, ¿me permitiría usted que mirara la casa por dentro? Es una tontería sentimental, un capricho, pero no creo que tenga nada de malo.

La mujer cerró los ojos un instante, como recapitulando en la historia, y los abrió enseguida con brío.
—Si hay inconveniente —advirtió la chica—, le pido disculpas...
Con voz ronca, áspera, uniforme, y acento extranjero, la desconocida dijo decididamente:
—A esta hora están durmiendo.
—Bien —respondió la intrusa como procurando invalidar la anterior solicitud—, le ruego que me perdone.
Antes de que se diera vuelta para retirarse, la otra extendió la mano en actitud de insólita cordialidad.
—Mire el patio, si quiere —expresó con cierta dulzura.
—¿El patio?

La mujer desplegó la puerta totalmente. Lo primero que se le reveló a la visitante fue el hecho de que las locetas amarillas habían sido reemplazadas por un burdo piso de cemento y que habían desaparecido las madreselvas que antes trepaban las paredes y se desbordaban copiosas y floridas hacia la vecindad.
—¡No están las madreselvas! —pensó en voz alta.
—¿Madreselvas? ¿Había madreselvas aquí?
—Ahí —señaló con entusiasmo—; ahí había una mata grande. Y añadió: —¿Cuánto tiempo hace que vive usted acá?

La otra meditó unos segundos y, con evidente inseguridad, contestó:
—Creo que diez meses...

Sólo en ese momento la muchacha reparó en su interlo-cutora. Era una mujer diminuta y desgreñada, de manos duras y secas, cubierta de los hombros a los pies —calzados éstos con zapatillas ordinarias— por una bata floreada y descolorida. Ya no estaba amodorrada. Sus ojillos se hallaban limpios y en ellos, mortecina, brillaba una leve lumbre de ansiosa curiosidad.
—¿Siempre es ahí la sala? —preguntó la visitante, más que nada para evitar esa mirada.
—Sí, siempre —respondió la mujer—. Ese es el salón.

La palabra “salón” fue como un ramalazo. Primero la desconcertó, pero de inmediato despertó dentro de la muchacha una especie de maligna atracción.
—¿Sala o salón? —inquirió.
—Le dicen salón, yo no sé.
—¿Quiénes le dicen salón?
—Las chicas, todos...
—¿Qué chicas?
—Las que trabajan aquí.
—¿Trabajan? ¿Qué hacen?

De la garganta de la mujer, inesperada, brotó una risa convulsiva. La muchacha experimentó un extraño temor.
—¿No sabes qué hacen, no? ¿No sabes qué hacen? No te hagas la señorita, mañosa —gritó la mujer.

No se le ocurrió nada qué responder. Sintió que la sangre le acudía a la cabeza a borbotones, mientras la otra continuaba hablando, sacudida por acezantes carcajadas:
—No te hagas la tonta. ¿Quieres entrar al burdel? ¿Quieres trabajar? Más tarde podrás hablar con la señora.

Ahora está durmiendo la siesta. Ven más tarde o espérala. Pasa, pasa, preciosa... —y con vigor la tomó del brazo e intentó arrastrarla hacia el interior.

La muchacha se defendió como pudo. Aunque la mujer tenía fuerza y procedía con convicción, pudo desprenderse y ganar la puerta. Corrió ciega hasta la esquina y allí, sin aliento, se apoyó extenuada. El corazón le golpeaba el pecho y no le permitía coordinar el suceso que había vivido dentro del orden lógico e inteligible de todos los días. Estaba agitada y también presa del pánico. ¿Cuánto tiempo estuvo ahí, la espalda contra la pared, víctima del caos y la inconsciencia? Nunca lo pudo precisar.

Despacio se fueron aclarando sus ideas e ingresaron en su cauce normal, en tanto que su organismo, como el agua de un estanque que pausada adquiere su nivel, alcanzó el equilibrio. Ya en sí, echó a andar. Al compás de sus pasos, sin apuro, pudo entrever la verdad del hecho del que había sido protagonista.

Su barrio, su calle, su casa, su pasado en suma, adquirieron durante aquella huida otra faz. Todo lo bello se había esfumado, como un perfume arrasado por un viento hostil y hediondo. Los personajes y el escenario límpido de antaño habían sido sustituidos por otros inamistosos y opacos. No divisaba ya en su intimidad la amable latitud añorada, y como muerta a traición quedaba en el fondo de su alma la nostalgia que la impulsara a “volver al pasado”. Al llegar al Paseo de la República se percató de que estaba llorando. Sacó de su cartera un pequeño pañuelo y enjugó sus ojos y sus mejillas, temerosa de que alguien advirtiera su dolor. Trató de adoptar una actitud natural y no se le ocurrió otra cosa que extender el brazo para detener un taxi.

 1954

SETIMA SCENA - EL DE LA VALIJA 1° PARTE

SETIMA SCENA - EL DE LA VALIJA 2° PARTE

sábado, 8 de noviembre de 2014

La agonía del Rasu-Ñiti - José María Arguedas



José María Arguedas
( 1911 - 1969 )

La agonía del Rasu-Ñiti

Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.

Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.

—El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñiti”1 .

Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.

Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.

La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.

— Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.
—¡Es tu padre! —dijo la mujer.

Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.

Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.

“Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.

— ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.
—El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!

Corrieron las dos muchachas.

La mujer se acercó al marido.

—Bueno. ¡Wamani2 está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.
—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!
Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.
—Tardará aún la chiririnka3 que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.

Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.

La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.

—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.

Ella levantó la cabeza.

—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es?
—Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.
—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!

La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.

Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.

Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.

Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.

—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.

Las tres lo contemplaron, quietas.

—No —dijo la mayor.
—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!

Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.

—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.

Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’.

Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.

Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.

El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.

“Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.

Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.

Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”4, el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.

“Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.

—¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.
—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?

El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.

—Aletea no más. No lo veo bien, padre.
—¿Aletea?
—Sí, maestro.
—Está bien. “Atok’ sayku” joven.
— Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.

“Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.

“Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.

—¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín.

Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a hen-chirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.

—¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.

Se le paralizó una pierna

—¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.

El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.

—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.

Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.

—¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.

Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.

Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.

“Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.

El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?

La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.

“Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.

“Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.

Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.

—¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.
—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.

“Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.

A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo.

“Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.

—¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.

“Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.

El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.

“Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!

Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.
“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.

“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche.

—¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.

Nadie se movió.

Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.

“Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.

—¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando.
—¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.
—Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.
—No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!

“Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.

—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.
—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.

viernes, 7 de noviembre de 2014

EL ABUELO Por: Mario Vargas Llosa



Cada vez que el viento desprendía una ramita o golpeaba los vidrios de la cocina que estaba al fondo de la huerta, haciendo ruido, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado que era una enorme piedra y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces de la araña, encendida hacía rato, y bajo ellas sombras medio deformes que se deslizaban de un lado a otro con las cortinas, lentamente. El viejecito había sido corto de vista desde joven, y también algo sordo, de modo que eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si la cena había comenzado, o si aquellas sombras movedizas las causaban los árboles más altos.
Regresó a su asiento y esperó. La noche anterior había llovido y la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos abundaban, y los esfuerzos desesperados de don Eulogio, que agitaba sus manos constantemente en torno del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus párpados, llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril durante el día habían decaído y se sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Tenía frío, le molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente momento atrás, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, sorprendiéndolo de pronto en su escondrijo. "¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?". Y vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre los bloques de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta trasera esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, recordando haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el pestillo corrido, y que en unos segundos podía deslizarse hacia la calle sin ser visto.
"¿Si hubiera venido ya?", pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado cautelosamente a su casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como dormido. Solo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos golpeándole el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta aún, porque sus pasos lo habrían despertado, o el pequeño, habría distinguido a su abuelo, encogido y durmiendo, justamente al borde del sendero que debía conducirlo a la cocina.
Esta reflexión lo animó. El viento soplaba con menos violencia, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando entre los bolsillos de su saco, encontró pronto el cuerpo duro y cilíndrico del objeto que había comprado esa tarde en el almacén de la esquina. El viejecito sonrió regocijado en la penumbra, recordando el gesto de sorpresa de la vendedora. El había permanecido muy serio, taconeando con elegancia, agitando levemente y en círculo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba frente a sus ojos cirios y velas de sebo de diversos tamaños. "Esta", dijo él, con un ademán rápido que quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora insistió en envolverla, pero don Eulogio se negó, abandonando la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en el Club, encerrado en el pequeño salón del rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de suave color escarlata, abrió el maletín que traía consigo, y extrajo el precioso paquete. La tenía envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo.
A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chofer que circulara despacio por las afueras de la ciudad, corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y roja del cielo sería más sorprendente y bella en medio del campo. Mientras el automóvil corría con suavidad por el asfalto, sus ojitos vivaces, única señal ágil en su rostro fláccido, lleno de bolsas, iban deslizándose distraídamente sobre el borde del canal vecino a la carretera, cuando de pronto, casi por intuición, le pareció distinguir un extraño objeto.
"¡Deténgase!" -dijo, pero el chofer no le oyó-. "¡Deténgase! ¡Pare!".
Cuando el auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura forma impenetrable despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era un poco pequeña y se sintió inclinado a creer que era de un niño. Estaba sucia, polvorienta, y el cráneo pelado tenía una abertura del tamaño de una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete o hundiendo su puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior. Entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga lengueta, imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando que aquello estaba vivo?

Dos días la tuvo oculta en el cajón de la cómoda abultando el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro permaneció en su habitación, paseando nerviosamente entre los muebles lujosos de sus antepasados. Casi no levantaba la cabeza: se diría que examinaba con devoción profunda los complicados dibujos sangrientos y mágicos del círculo central de la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al comienzo estuvo muy preocupado. Pensó que podían ocurrir imprevistas complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto se apartó solo un momento de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época cercana aquella casita de madera con innumerables puertas no estaba vacía y sin vida, sino habitada de animalitos pardos y blancos que picoteaban con insistencia cruzando la madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un débil y brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenía decidido. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente recordaba haber soñado que una larga fila de grandes hormigas rojas invadía sorpresivamente el palomar, causando desasosiego entre los animalitos, mientras él, en su ventana, advertía la escena por un catalejo.
Había imaginado que la limpieza de la calavera sería un acto sencillo y rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que había creído polvo y tal vez era excremento por su aliento picante, se mantenía soldado en las paredes internas y brillaba como metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que fuera visible que disminuía la capa de suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la calavera, pero antes de que esta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de su asiento, gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la limpieza sería posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y esperó en la puerta al mozo, arrancándole con violencia la lata de las manos, sin prestar atención a la mirada inquieta con que aquel intentó recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno de zozobra empapó la bufanda en aceite y, al comienzo con suavidad, luego acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz: una tenue lluvia de polvo cayó a sus pies durante unos minutos, mientras él ni siquiera notaba que se humedecían sus dedos y el borde de sus puños. De pronto, puesto de pie de un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia, luciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor sobre la suave superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente. Cerró su maletín y salió precipitado del Club. El automóvil que ocupó en la puerta lo dejó a la espalda de su casa. Había anochecido. En la fría penumbra de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviera clausurada. Enervado, calmo, estiró su brazo y dio un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y que aquella cedía con un corto chirrido.
En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento fueron tan imprevistos que su corazón parecía una bomba de oxígeno golpeándole el pecho. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza y se resbaló de la piedra, cayendo de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en un sabor desagradable de tierra mojada en la boca, pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse y continuó allí, medio sepultado en las hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo para elevar la mano que aprisionaba la calavera de modo que esta se mantuvo en el aire, a escasos centímetros del suelo siempre limpia.
La pérgola estaba a cincuenta metros de su escondite, y don Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del corredor, una forma clara y esbelta, y comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más oscura y pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus ojos trató angustiosamente, pero en vano de distinguir al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea, purísima, que cruzaba el jardín como un animalillo. No esperó más: extrajo la vela de su saco, juntó a tientas ramas, terrones y piedrecitas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre la piedra. Luego con extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado para verlo mejor, comprobó de nuevo que la medida era justa: por el orificio del cráneo asomaba un puntito blanco como un nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado la voz y, aunque las palabras eran todavía incomprensibles, don Eulogio supo que se dirigía al niño. Hubo en ese momento como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez más enérgica, el rumor melodioso de la mujer, los cortos gritos destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo: lo interrumpió como una explosión este último. "Pero conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy". Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados, pero casi de inmediato dejó de oírlos.
¿Venía corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que le estrangulaba y concluyó su plan. El primer fósforo dio solo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aun segundos después de que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía no era exactamente la imagen que supuso cuando una llamarada sorpresiva creció entre sus manos con un brusco crujido, como de muchas ramas secas quebradas a la vez, y entonces quedó la calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el cráneo, por los huesos de la nariz y de la boca. "Se ha prendido toda", exclamó maravillado. Había quedado inmóvil, repitiendo como un disco: "fue el aceite, fue el aceite", estupefacto y embrujado ante el espectáculo medio macabro, medio mágico de la calavera en llamas.

Justamente en ese instante escuchó el grito. Fue un grito salvaje, como un alarido de animal herido, que se cortó de golpe. El niño estaba delante de él, en el círculo iluminado por el fuego, con las manos retorcidas frente a su cuerpo y los dedos crispados. Lívido, estremecido de terror, tenía los ojos y la boca muy abiertos y estaba rígido y mudo y rígido, haciendo unos extraños ruidos con la garganta, como roncando. "Me ha visto, me ha visto", se decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquel rostro de huesos que llameaba. Sus ojos estaban inmovilizados, con un terror profundo y eterno retratado en ellos, fijamente prendidos al fuego y a aquella forma que se carbonizaba. Don Eulogio vio también que a pesar de tener los pies hundidos como garfios en la tierra, su cuerpo estaba sacudido por convulsiones violentas. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el espantoso aullido, la visión de esa figura de pantalón corto súbitamente poseída de espanto. Pensaba entusiasmado que los hechos habían sido incluso más perfectos que su plan, cuando sintió muy cerca voces y pasos que avanzaban y entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos, apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas los macizos de crisantemos y rosales que entreveía en su carrera a medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con el grito de la mujer, salvaje también pero menos puro que el de su nieto. No se detuvo ni volvió la cabeza. En la calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo notó y siguió caminando, despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta sonriendo satisfecho, respirando mejor, más tranquilo.

sábado, 1 de noviembre de 2014

"El Zorro Enamorado de la Luna"

CHUMBA LA CACHUMBALA - baile del esqueleto

Chumba la cachumbala (bis)

Cuando el reloj marca la una
los esqueletos miran a la luna

Cuando el reloj marca las dos
los esqueletos cantan a una voz ahhh

Cuando el reloj marca las tres
los esqueletos caminan al revés

Cuando el reloj marca las cuatro
los esqueletos juegan al gato.

Chumba la cachumbala (bis)

Cuando el reloj marca las cinco
los esqueletos pegan un brinco

Cuando el reloj marca las seis
los esqueletos saludan al rey

Cuando el reloj marca las siete
los esqueletos sacan sus machetes

Cuando el reloj marca las ocho
los esqueletos comen bizcocho

Chumba la cachumbala (Bis)

Cuando el reloj marca las nueve
los esqueletos las rodillas mueven

Cuando el reloj marca las diez
los esqueletos juegan ajedrez.

Cuando el reloj marcan las once
los esqueletos se ponen en pose.

Cuando el reloj marcan las doce
los esqueletos inician  el goce.

"Este es el baile del esqueleto
mueve todo el cuerpo
no te quedes quieto
y si el ritmo deja de sonar
yo me congelo en mi lugar"